Hasta hace pocos decenios, digamos hasta la mitad del siglo XX, la inmensa mayoría de las gentes que se proclamaban creyentes creían a pies juntillas lo que la Biblia cuenta de los orígenes del mundo y la historia sagrada del judaísmo. Y respecto a la segunda parte de este corpus de escritos, el Nuevo Testamento, ocurría lo mismo: el marco conceptual en el que se situaba Jesús de Nazaret, con sus historias y su interpretación, junto con los esquemas de la vida cristiana, su moral y cosmovisión formadas en torno a la figura de aquel, se correspondía bastante bien con lo que una lectura rápida del Nuevo Testamento ofrecía a primera vista. Hasta mediados del siglo XX lo que sobre Jesús y la Iglesia creía un cristiano medianamente instruido en su fe no se diferenciaba apenas de las creencias de un mismo cristiano de los siglos III y IV. La Biblia era en Occidente, entre las masas, un obligado referente literario-histórico, un marco mental ordinario, tomado por la mayoría casi al pie de la letra. Pero hoy en día el panorama ha cambiado bastante. Hoy el marco mental bíblico casi ha muerto y ha sido sustituido por un esquema cultural, al menos en apariencia, derivado de las ciencias de la naturaleza, sobre todo la física, la química y la astronomía. Y, por otra parte, de la mirada crítica sobre los orígenes del cristianismo y la visión respecto al Nuevo Testamento se ha mudado hacia una tesitura especialmente crítica. La crítica histórica, el análisis detenido y despiadado del Nuevo Testamento - comenzado en serio ya en la Edad Media entre estudiosos judíos, continuado por los investigadores de la época de la Ilustración - se ha convertido hoy en moneda común. El panorama general del origen del cristianismo y la interpretación de sus figuras señeras a través del estudio de los textos neotestamentarios se ha transformado radicalmente gracias al empleo masivo de los métodos histórico-críticos y de otras disciplinas adyacentes como la arqueología, la sociología, la antropología y la historia comparada de las religiones. El fruto de esta labor es que la duda y el escepticismo se ha apoderado del ámbito de los resultados acerca del Nuevo Testamento en sí, de su formación e interpretación, y de la intelección correcta del significado de sus figuras señeras, como Jesús de Nazaret, Pablo de Tarso o el apóstol Pedro. Pongamos algunos ejemplos importantes. Puede decirse sin reparo que el Nuevo Testamento que leemos hoy no es el testimonio del cristianismo primitivo, sino que - dada la pluralidad constatable de cristianismos en los dos primeros siglos - es solo el testimonio de la forma triunfadora de cristianismo, la paulina. Los demás, derrotados, no dejaron canon alguno de escrituras. No poseemos ningún testigo directo de los textos originales del Nuevo Testamento, sino que lo que leemos son copias de copias. Las más antiguas proceden de inicios del siglo III, en torno al 200. Y como la primera obra datable del Nuevo Testamento, la Primera carta a los tesalonicenses de Pablo, fue escrita hacia el 51 dC, no hay manera de llenar totalmente ese hueco de testimonios escritos de obras neotestamentarias de unos 150 años, entre el texto autógrafo y la primera copia. El número de variantes entre los más o menos cinco mil manuscritos del Nuevo Testamento es de unas 500.000. Más de la mitad son variaciones ortográficas, pero existen miles de ellas que afectan al sentido. Y de las variantes serias puede haber unas 200 o más. Las iglesias jamás han determinado cuál es el texto auténtico del Nuevo Testamento, inspirado por el Espíritu Santo, sencillamente porque es imposible. El texto actual, reconstruido a través del estudio computarizado de todos los manuscritos divididos en familias, no corresponde a ningún manuscrito en concreto, sino que es el resultado de una mezcla ecléctica de las variantes de los mejores testigos. Hay pruebas filológicas irrebatibles de que ninguno de los evangelios fue escrito en arameo, sino directamente en griego, y en fecha tardía tras la muerte de Jesús (probablemente en abril del año 30) entre cuarenta y setenta años después. Eso quiere decir que la transmisión de dichos de Jesús se hizo a base de traducciones. Y respecto a los hechos, la imagen del Jesús del Cuarto Evangelio (sic) es en muchos casos incompatible con la ofrecida por sus tres predecesores, los denominados convencionalmente Marcos, Mateo y Lucas. No conocemos en realidad quiénes fueron los evangelistas. Sus obras son todas anónimas. Desde luego esos autores no fueron testigos oculares, sino que utilizaron la tradición oral (con todos los inconvenientes de las deformaciones de la memoria) y fuentes escritas previas. Los nombres otorgados a esos presuntos autores fueron inventados, hacia la primera mitad del siglo II, con la buena intención de unir de algún modo su testimonio con el de los apóstoles y otros primeros seguidores de Jesús. El análisis comparativo entre ellos, y el contraste con lo que conocemos de la época, hace evidente que sus relatos son a veces inverosímiles. A menudo ni siquiera se compaginan con los propios datos internos de los evangelios mismos, o con lo que sabemos por fuentes exteriores. Tenemos pruebas filológicas e históricas de que el relato de la Pasión en concreto fue compuesto para que lo presuntamente sucedido se acomodara a lo que previamente se creía que debía ser el mesías cristiano; no para relatar lo que ocurrió en realidad. Nada sabemos prácticamente de la denominada vida oculta de Jesús, ni cuándo, ni dónde nació, apenas más que el posible nombre de sus padres, José y María, que fue quizás un carpintero, que tuvo hermanos y hermanas carnales. No sabemos cuánto duró su vida pública, si entre seis meses y un año (los meses alrededor de una fiesta de Pascua: evangelios de Marcos, Mateo y Lucas) o si se alargó entre dos años y medio y tres años (el tiempo en torno a tres pascuas: Evangelio de Juan). Cuando se leen críticamente los Evangelios, la imagen que se obtiene de Jesús es la de un trabajador manual, a la vez maestro autodidacta de las Escrituras sagradas judías, la de un profeta apocalíptico, que jamás se creyó hijo físico y real de Dios, sino metafórico, que predijo la inmediata venida del reino de Dios sobre la tierra de Israel, siguiendo las imágenes que habían proclamado los profetas clásicos. Ignoramos en la mayoría de los casos en qué sentido empleó la enigmática frase del "hijo de/del hombre". Obtenemos también la figura de un entusiasta religioso que probablemente al final de su vida se creyó el mesías prometido, y que fue crucificado por los romanos como sedicioso contra el Imperio. Ciertamente el reino de Dios - que presupondría por ejemplo, la eliminación del poder romano sobre Israel - cuya inminente venida proclamaba Jesús, era un reino totalmente incompatible con las estructuras del Imperio. La doctrina, la religión, la moral y el dios de este personaje eran totalmente judíos. Ello significa que ese Jesús de Nazaret, tal como lo reconstruye la historia crítica evangélica, no pudo ser de ningún modo el fundador del cristianismo, ya que ni se le pasó por la cabeza fundar religión nueva alguna. El cristianismo sólo nace tras la muerte de Jesús y como reinterpretación novedosa de su figura y misión. Todo esto es muy distinto de lo que piensan usualmente los cristianos.
De las catorce cartas que componen el "corpus paulino", hay siete que son apócrifas, o con casi total seguridad, pseudoanónimas. No fueron escritas por Pablo de Tarso, sino por sus seguidores, con mentalidades diferentes a las del maestro. Las siete auténticas (1 Tesalonicenses, Gálatas, 1 2 Corintios, Filipenses, Filemón y Romanos) presentan una imagen de Jesús que solo atiende a dos hechos de su vida, su muerte y resurrección, siendo el segundo algo no comprobable históricamente sino adscribible al ámbito de la fe. La imagen de Jesús de Pablo poco tiene que ver con la realidad de lo que fue históricamente el Nazareno, ya que une a este personaje la idea, pura teología judía, de que fue el mesías prometido, pero un mesías con características especiales, adoptado como hijo de Dios, cuya apoteosis al ámbito de lo divino se produjo totalmente solo tras su muerte y resurrección. Según la doctrina del Pablo auténtico, este mesías celeste, hijo de Dios, fue enviado al mundo no solo para redimir a los judíos, sino también a todos los seres humanos, es decir, a los gentiles y paganos que abandonaran el culto a los dioses falsos y lo aceptaran como mesías salvador. Por tanto, no solo es el salvador de los judíos, sino de la humanidad entera, al menos potencialmente. El fin del mundo estaba totalmente cercano, según Pablo, ya que la aparición del mesías supondría el fin de la historia. En muy pocos años, en vida del mismo Apóstol (1 Tesalonicenses 4) se acabaría el mundo, y todos los fieles al mesías, tras un juicio rápido de todas las gentes, irían al cielo para estar con él y con Dios Padre por siempre jamás. El reino de Dios terrenal que había predicado el Jesús terreno quedaba así transmutado en un reino puramente celestial. Una buena parte de estas novedosas ideas del maestro Pablo fueron conservadas por el cristianismo inmediato, y el que siguió hasta hoy. Pero este punto de vista poco tiene que ver con la mentalidad del Jesús de la historia. No hay una relación de continuidad entre Pablo y el Jesús histórico, como se pretende. Pablo tampoco pretendió fundar religión nueva alguna, sino interpretar el judaísmo a la luz de la venida del mesías, tal como él la entendía, y su repercusión en la salvación de algunos paganos. Estos complementarían el número de elegidos para salvarse, que eran ante todo judíos. Los gentiles no eran más que un injerto de oleastro en el cuerpo del Israel auténtico, el olivo verdadero. Nada sabemos de cierto de algo tan importante como fue la construcción de un canon, o lista, de los libros sagrados del cristianismo primitivo, aunque este fue el primer y definitivo paso para la constitución del nuevo movimiento - en principio una rama del judaísmo pluriforme del siglo I d.C. - en una religión diferente. Por muy extraño que parezca, la Iglesia no ha dejado documento alguno que nos explique este proceso. Tampoco sabemos cuáles fueron los criterios que impulsaron o ayudaron a la formación de tal canon, ni qué personaje, o iglesia importante, inició el proceso ni cómo fue su desarrollo. Lo que sí es cierto es que no fue precisamente la inspiración divina de un escrito lo que motivó su canonización (ya que en el cristianismo primitivo abundaban los profetas y, por tanto, sus posibles obras estaban igualmente inspiradas). El soplo del Espíritu en la confección de un escrito que sirviera de guía al grupo cristiano era indispensable, pero esa no fue la motivación, sino probablemente el que los escritos procedieran de algún modo, vía directa o indirecta, de los apóstoles (o se creyera que así era); que en conjunto estuvieran de acuerdo con una cierta "regla de la fe", de gran componente paulino sin duda; y que tuviera el refrendo de ser leído en las lecturas dominicales de los oficios litúrgicos de las iglesias importantes. Pero lo que sí es totalmente cierto es que hasta hoy en día los diferentes cristianismos no se ponen de acuerdo en el número de obras que componen la Biblia completa, Antiguo y Nuevo Testamento. Los judíos y protestantes rechazan como canónicos los libros 1 y 2 Macabeos, Eclesiastés, Judit, Tobías, Sabiduría, Baruc, Epístola de Jeremías. La iglesia abisinia acepta como canónicas cuatro obras más: el Sínodo (colección de cánones, plegarias e instrucciones), Clemente (un libro de revelaciones de san Pedro a Clemente), el Libro de la Alianza (que contiene ordenanzas eclesiásticas y un discurso de Jesús a sus discípulos tras la resurrección) y la Didascalia o Disposiciones eclesiásticas. La iglesia armenia no aceptó el Apocalipsis de Juan hasta el siglo XII, y aún hoy - aunque relegada a un apéndice - se venera como canónica la 3ª Epístola de Pablo a los corintios, derivada de los Hechos apócrifos de Pablo y Tecla. Y por último nada sabemos de cierto acerca de la existencia en el cristianismo primitivo de una "iglesia petrina", unificada y unificante en torno a su figura, como el elemento que reunió en torno a sí a los más diversos cristianismos, y en concreto a los paulinos, un tanto "exagerados" en su teología, como debía de opinarse. Que es así se muestra con cuatro argumentos: 1. La estructura del Nuevo Testamento, desmiente la idea de una iglesia petrina, ya que está formada en torno a los Evangelios (todos de influencia paulina) y de la figura de Pablo. 2. Carecemos de textos suficientes para sustentar la existencia de una teologís particularmente petrina, y menos aún con esa fuerza atractiva y aglutinante que se le atribuye. 3. No tenemos más pruebas estrictas sobre un intento de unificación e institucionalización que el que parte de las iglesias paulinas, en especial las Cartas comunitarias, paulinas, que dan toda la impresión de haber fagocitado los restos de cualquier otra subdivisión del primer cristianismo. 4. La gran iglesia comienza a formarse de verdad con las ideas mostradas con claridad por el autor de los Hechos de los apóstoles - obra compuesta bastante más tarde que el evangelio de Lucas, quizás entre 110-120, y quizás por un discípulo muy cercano al tercer evangelista - acerca de la necesaria unión de la primitiva iglesia. Ahora bien, los Hechos son, a pesar de que omita conscientemente evocar la correspondencia de Pablo, una obra netamente paulina. Lo dicho no son más que botones de muestra, aunque ciertamente los más importantes. No es, pues, exagerado afirmar, desde el punto de vista de hoy, que "en el cristianismo primitivo, casi nada es lo que parece."
Segunda parte del artículo de Antonio Piñero, catedrático de filología griega
(emérito) de la Universidad Complutense de Madrid aparecido en la revista Claves de Mayo/Junio de 2019, número dedicado a la Religión
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