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La Resurección. Historia y símbolo

Por regla general, el antiguo Israel no creía en una salvación individual de los creyentes tras la muerte, sino más bien en la pervivencia del pueblo: los individuos, en cuanto tales, eran finitos: morían y terminaban en el sheol, un concepto cuya percepción fue variando a lo largo del tiempo. Precisamente, en los últimos siglos antes de la era cristiana varios grupos dentro del judaísmo comenzaron a considerar la resurrección de los muertos, al menos de quienes habían permanecido fieles a la alianza con Dios. No todos creían en ella ni todos lo hacían de la misma forma, pero digamos que el fondo sí estaba presente, especialmente a partir de los mártires que sufrieron durante la revuelta de los Macabeos de mediados del siglo II a.e.c. Había grandes discrepancias entre saduceos y fariseos, entre esenios y apocalípticos... pero la mayoría creía en la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, para enfrentarse al Juicio Final que desembocaría en el triunfo y vida eterna de los fieles.


La fe en la resurrección no ha sido nunca el punto de partida del judaísmo, sino un punto de llegada tras un complejo proceso de profundización religiosa. Fue en ese siglo II a.e.c. cuando se empezó a considerar que los justos de Israel no habían podido morir de forma definitiva, que los mártires caídos bajo las espadas seléucidas no podían permanecer sin recompensa por su fidelidad a Dios; y que si esa gracia no la podían recibir en vida, la recibirían después de la muerte. Dios resucitaría a los justos al final de los tiempos para constituir el pueblo eterno partícipe de la vida que nunca termina. Pero, como digo, no todos los judíos creían en la resurrección: una llamativa excepción era la de los saduceos, que negaban la existencia de los ángeles, le venida futura de un Mesías, la resurrección y el Juicio Final; mientras que todas estas ideas estaban especialmente difundidas entre los fariseos.

Jesús de Nazaret y sus primeros seguidores compartían estas ideas, como la mayor parte del judaísmo de su tiempo. Así responde, por ejemplo, Marta, como buena judía, cuando Jesús le dice que su hermano Lázaro resucitará: "Yo sé que resucitará en la resurrección del día final" (Jn 10,24). Por su parte, cuando resume la fe del judaísmo centrada en Abraham, Pablo dice que ellos creen "en el Dios que crea y que da vida a los muertos" (Rom 4,17). Por esto, cuando el mismo Pablo afirma en Hch 23,6 que le juzgan por defender la resurrección de los muertos, se produce un altercado entre los asistentes: los fariseos le defienden, mientras que los saduceos se le oponen.


¿Cuál es la diferencia que representa el cristianismo? Para los discípulos de Jesús, la fe en la resurrección está asociada a la vida del maestro: no se limitan a creer en la resurrección general y final de los muertos (que también), sino que creen que Dios ya ha resucitado a Jesús y veneran al galileo como el Señor resucitado. La novedad cristiana no está en la resurrección sin más, sino en la afirmación de que Jesús ya ha resucitado. Y esa certeza es lo que se conoce como la experiencia post-pascual, inefable, la piedra fundacional de lo que con el tiempo se convertiría en el cristianismo. Y esta experiencia está, a su vez, vinculada a la condena de Jesús y a su muerte en la cruz. Sus seguidores pudieron pensar que Dios le (los) había abandonado, o que Jesús resucitaría al final de los tiempos... pero desde luego no se había producido su triunfo con la instauración del reino de Dios. La muerte de Jesús en la cruz debió suponer para sus seguidores un trauma muy parecido al de los judaítas del siglo VI a.e.c. cuando vieron el Templo de Jerusalén pasado a sangre y fuego. Y a pesar de ello (o quizá a causa de ello), movidos por esa experiencia post-pascual traducida en los evangelios como los relatos de las apariciones, los cristianos afirman que Dios ha resucitado a Jesús, avalando su mensaje y compromiso e iniciando así la etapa final de la historia. En el curso de La Historia de la Biblia ya estuvimos analizando cómo estas experiencias post-pascuales se fueron sucediendo vinculadas a María Magdalena y las comunidades de Galilea, Pedro y los Doce, distintos hermanos y hermanas, el propio Pablo...


Tal como aparece expresada en los evangelios y ha sido experienciada por millones de personas a lo largo de todo el mundo, hasta hoy, Domingo de Resurrección; este acontecimiento muestra una ruptura de fronteras; el cielo y la tierra se han unido en un continuo histórico y eterno, humano y divino. Es muy significativo que ni Marcos, el primero de los evangelistas, ni ninguno de los textos del Nuevo Testamento cuenten "cómo" se produjo la resurrección. Únicamente hablan del después, de la madrugada del día siguiente, porque la resurrección representa la experiencia sacral inefable, aquello que no se puede poner en palabras. El apócrifo Evangelio de Pedro, por el contrario, destaca el momento:


Pero en la noche en que comenzaba a iluminarse el día del Señor, mientras los soldados montaban guardia de dos en dos, resonó en el cielo un fuerte grito. Ellos (los soldados) vieron los cielos abiertos y dos hombres descendiendo de allí con gran esplendor, para acercarse al sepulcro. La piedra que había sido puesta al ingreso rodó por sí misma y quedó a un lado. Así se abrió el sepulcro y los dos jóvenes entraron. Ante tal visión, los soldados despertaron al centurión y a los ancianos (de los judíos), que estaban también allí de vigilancia. Mientras les explicaban lo que habían visto, he aquí que tres hombres salían de la tumba: dos rodeaban a un tercero, mientras una cruz les seguía. La cabeza de los dos primeros alcanzaba el cielo, mientras que la cabeza de aquel a quien ellos dirigían superaba los cielos. Entonces oyeron una voz en lo alto que decía: "¿Has predicado a los durmientes?" Después se sintió la respuesta que procedía de la cruz: "¡Sí!".


EvPe IX-X, 35-42

Este es un relato que se atreve a contar la experiencia post-pascual (nótese que los primeros testigos de la resurrección no son las mujeres ni los discípulos, sino sus enemigos) en clave apocalíptica: la resurrección de Jesús se constituye como el acontecimiento fundamental de la historia, la culminación del tiempo. El misterio de Dios (representado en los ángeles) ha irrumpido en la cotidianidad humana, de forma que los poderes del mundo (soldados romanos y autoridades judías) no pueden sino ser testigos del triunfo del Cristo. Sobra decir que estos datos deben interpretarse en la clave simbólica que le es propia: no son la crónica de algo que haya ocurrido a nivel material, externa y objetivamente demostrable; sino que expresan el sentido profundo de la nueva realidad post-pascual. Por eso hay que tener siempre presente que la resurrección de Jesús no puede tratarse desde un lenguaje historicista, sino que es un mythos, un relato que nos lleva más allá de la historia física del mundo, situándonos en el espacio y el tiempo que le son propios: la culminación de la historia, la expresión última de la eternidad.


En definitiva, aunque la resurrección es compartida tanto por el judaísmo como por el islam, el cristianismo la entiende como experiencia del triunfo último de Jesús sobre el dolor y la muerte, como garantía de la venida del Reino. La entiende como resurrección de la carne, es decir, de la naturaleza y de la historia. El cuerpo no es una cárcel, el mundo no es una tentación constante, sino que ambos son parte del camino de vida querido por Dios que pueden culminar en una suerte de inmortalidad gozosa a través de la presencia continua de Dios, vida para los hombres. La resurrección se entiende también como de la persona: el mundo material, en sí mismo, no puede resucitar; ni tampoco los organismos sociales, pues no tienen realidad autónoma. Sólo resucitan, es decir, culminan en su camino de realización las personas. Por tanto, la resurrección se vincula con el don de la vida que se expresa y culmina donde hombres y mujeres comparten la vida en perpetua esperanza y amor. Y la resurrección se entiende, también, comenzada dentro de la propia historia. No se trata de abandonar/negar el mundo, sino de transformarlo o recrearlo; los auténticos creyentes empiezan a resucitar con Jesús en este mismo mundo, en esta misma historia, anticipando así la llegada de un Reino que se encuentre fundado en los mártires, los expulsados, los olvidados, los castigados, los abandonados y marginados. Sólo cuando los últimos sean los primeros vendrá el Reino de Dios, pero los creyentes resucitados son quienes trabajan por ese Reino.


Por lo tanto, y con esto termino, creer en la resurrección significa creer en el valor definitivo de esta nuestra vida personal, en el valor de las acciones que la (nos) conforman, en la responsabilidad que asumimos de ellas y configuran quienes somos. Hablar de una hipotética y futura existencia espiritual entre las nubes de la eternidad es una huida, es no entender bien la resurrección, que es de la carne; es decir, de la misma materia y de la historia. Nuestro cuerpo, nuestra vida, nuestro mundo no son cárceles en las que estemos encerrados hasta que venga Dios a sacarnos de ellas; sino un camino de realización abierto a la plenitud de Dios, cuyo germen y principio se encuentra en la misma historia y no ha de buscarse en otro lugar. La resurrección es el símbolo de la culminación, llegar a ser lo que somos.



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