Ayer iba dando un paseo por mi barrio y me encontré en el suelo una estampita dedicada al ángel custodio de España, con una oración para él de 1917 impresa en su reverso, obra de Mons. Leopoldo Eijo Garay y repartida por las Carmelitas Descalzas del Cerro de los Ángeles en Getafe, Madrid. Nunca había oído hablar de que España tuviese un ángel protector, pero así es: a petición del rey Fernando VII, en el siglo XIX el Papa León XII concedió a España la festividad del Ángel Custodio de España. Esto significa que no es una devoción de origen privado que pueda resultar más o menos acertada, sino una devoción aprobada por la máxima autoridad de la Iglesia Católica y, por lo tanto, litúrgica y oficial. La fiesta, para quien le interese, se celebraba en origen cada 1 de octubre, pero según las disposiciones del Concilio Vaticano II ha pasado a celebrarse el día 2 de octubre. La oración es la que sigue:
Oh bienaventurado espíritu celestial, a quien la Divina Misericordia se ha dignado confiar el glorioso Reino de España, para que lo defiendas y custodies; postrados ante ti y en amorosa unión contigo damos al Señor humildes y fervientes gracias por haber tenido para con nosotros la misericordia providencia de ponernos bajo tu protección; contigo le alabamos y bendecimos y a su divino servicio rendidamente nos ofrecemos. Ángel Santo, defiéndenos del enemigo de nuestras almas, que también lo es, y muy feroz, de nuestra Patria; y alcánzanos del Señor nuestra salvación, para que España sea siempre el paladín de la Fe Católica, Mariana por excelencia y Dios Nuestro Señor la proteja y bendiga. Amén.
La imagen más conocida del Ángel Custodio de España, por si a alguien interesa, se encuentra en la iglesia madrileña de San José. Aparte de que consideremos si en estos tiempos el ángel está haciendo bien o mal su trabajo, reconozco que me choca mucho la idea de un ángel protector de España o de cualquier otro país, una muestra de teocracia nacionalista con la que comulgo bien poco. Pero también es verdad que en la propia Biblia, en el libro de Daniel (10:13-21), las funciones de los ángeles como embajadores de Dios no se limitan a los hombres, sino también a naciones enteras. Y esto me lleva a pensar: si cada nación tiene un ángel protector, ¿todas las naciones son iguales en importancia a los ojos de Dios o hay alguna cuyo ángel esté por encima de los demás? Bueno, por supuesto, "yo te declararé lo que está escrito en el libro de la verdad; y ninguno me ayuda contra ellos, sino Miguel vuestro príncipe" (Daniel 10:21). Evidentemente, el pueblo elegido tiene al mejor de los ángeles. ¿Pero el pueblo elegido ha sido siempre el mismo? Bueno, como casi todo, depende de a quien se pregunte.
Bien es cierto que Dios, a lo largo de su dilatada existencia, ha cambiado con más frecuencia de pueblo elegido que don Juan, el del Tenorio, cambiaba de novia. En la Biblia vemos que YHWH eligió al pueblo judío "de dura cerviz" como su favorito. Y vemos también que este pueblo tan rebelde sólo le daba quebraderos de cabeza, pues a la menor ocasión lo traicionaba adorando a dioses extranjeros como Baal o Astarté. Para más inri, desde la perspectiva cristiana, cuando llegó el Mesías, es decir, Jesús; los judíos no sólo no lo aceptaron sino que lo crucificaron. Aunque a estas alturas ya sabemos todos que en realidad lo crucificaron los romanos por alborotador, estamos hablamos desde la perspectiva cristiana. Los primeros papas, que estaban en deuda con Roma desde que Teodosio I había decretado en el Edicto de Tesalónica del 380 que el cristianismo era la religión "única lícita" y, por tanto, oficial y obligatoria, no podían admitir que un tribunal romano hubiera condenado a muerte a su Mesías o Dios encarnado. Por lo tanto culparon a los judíos, que se convirtió en un pueblo deicida, e inventaron lo de que escogió la libertad de Barrabás, "caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos" (Mateo 27:25) y todo eso. Los romanos, como pueblo politeísta que eran, solían ser tolerantes con las creencias religiosas de los pueblos que conformaban su imperio. Y si los emperadores Decio y Diocleciano persiguieron a los cristianos fue porque se negaban a sacrificar en el templo del emperador deificado, una obligación meramente cívica. Más adelante, Constantino promulgó en el Edicto de Milán del 313 que el cristianismo era una religión tan "lícita" como cualquier otra y, por tanto, "no perseguible" (nunca la declaró "oficial", como suele proclamar la Iglesia). Bien es cierto que la existencia de este decreto es dudosa, porque sólo lo mencionan los apologistas Eusebio de Cesarea y Lactancio. Y tampoco es seguro que Constantino se convirtiera al cristianismo, un dato que sólo aparece en la Vida de Constantino de Eusebio. Los historiadores paganos posteriores se lo creyeron y se vengaron describiendo a Constantino como tirano, ambicioso y avaro.
Pero volviendo a nuestros caminos, queda claro que los cristianos, con el beneplácito del Imperio, despojaron a los judíos del derecho de ser el pueblo elegido. Y el primer pueblo elegido en esa nueva etapa (siempre desde la perspectiva cristiana) fue el franco, esa rama germánica instalada en Francia. En el año 800 el Papa León III coronó a Carlomagno con el antiguo título de los césares romanos, Imperator Augustus, que había caído en desuso tras las invasiones bárbaras. Después de coronado, los concurrentes aclamaron tres veces al flamante emperador: Karolo, piisimo Augusto, a Deo coronato, magno et pacifico imperatori, vita et victoria! ("A Carlos, piadoso augusto, por Dios coronado, grande y pacífico emperador, vida y victoria"). Desde entonces el rey franco se convertiría en el defensor oficial de la Iglesia y en su brazo armado, lo cual beneficiaba enormemente al clero. Lo malo es que la dinastía carolingia duró únicamente un siglo y medio (751-924) y cuando el Imperio se fragmentó en principados feudales (Flandes, Borgoña, Aquitania, etc.) el título imperial cayó en desuso hasta que en 962 otro Papa se lo concedió a Otón I, de la casa real de Sajonia. Bajo esa nueva regencia el imperio vino a denominarse Sacro Imperio Romano Germánico (Sacro porque lo consagraba el Papa, Romano porque prolongaba territorial y políticamente el antiguo Imperio romano de Occidente, y Germánico porque surgió del reino de Germania, a partir de la dinastía de la casa real de Sajonia).
Sin embargo, por ese entonces, los emperadores ya no estaban tan dispuestos a ser el brazo armado de la Iglesia, y de hecho uno de ellos, nuestro Carlos I de España y V de Alemania, saqueó Roma y puso en fuga al pontífice. En la época de Felipe II y sus sucesores, el título de pueblo elegido se lo arrogaba España como gran defensora del catolicismo (una gloria pasada que aún mantienen las carmelitas descalzas de Getafe con su ángel custodio). Teólogos y pensadores al abrigo de la corona llegaron al convencimiento de que España y Dios estaban unidos por un pacto, reflejo de la Alianza del Sinaí. Dios la había promocionado al rango de pueblo elegido, otorgándole prosperidad, poder y riquezas (las Américas) a cambio de que ella ejerciese de su brazo armado en la Tierra, paladín de la fe verdadera contra el error y la amenaza de protestantes y turcos. Pero esa defensa a ultranza no dio los frutos deseados.
Decayó España y parecía que, perdido el favor de YHWH, el título de pueblo elegido quedaba libre sin nadie para reclamarlo. Entonces surgió el llamado israelismo británico, invento masónico que gozó de cierto crédito en los siglos XVIII y XIX: las diez tribus perdidas de Israel eran los escitas de la historia posterior que evolucionaron hasta convertirse en los pueblos sajones que invadieron Inglaterra. De esta manera los ingleses demostraban ser el pueblo elegido de Dios retrotrayéndose hasta el judaísmo original, pero ampliando el concepto de Tierra Prometida a todo el mundo. Para demostrar esto sostenían que el betel de Jacob, la piedra sobre la que el patriarca tuvo la célebre visión de la escalera divina es la misma que la llamada Piedra de Scone o del destino sobre la que se coronaban y ungían los reyes escoceses hasta que los ingleses se la llevaron a la abadía de Westminster en 1296 y la colocaron bajo la silla de San Eduardo, el trono empleado en la coronación (desde 1996 se venera en el castillo de Edimburgo junto a las joyas de la corona escocesa). De esta manera, los reyes ingleses se coronaban a la vez en Inglaterra y Escocia.
El último candidato a pueblo elegido, nunca proclamado pero sí convencido de serlo, es el de los Estados Unidos de América, gran nación supuestamente nacida de los 102 colonos o "peregrinos" que llegaron a sus costas en 1620 a bordo del navío Mayflower, todos puritanos a los que el rigorismo calvinista de Inglaterra le parecía poco ortodoxo. Desde entonces la creencia en Dios, preferentemente el de la Biblia, es una de las condiciones del buen ciudadano norteamericano. Incluso la población afroamericana, tan ajena a los excesos bíblicos, han tenido que pasar por el aro para integrarse, aunque lo han hecho por la vía rítmica y musical (la de Miriam), más afín. En Estados Unidos el político que quiere medrar puede ser tan sinvergüenza y oportunista como suelen serlo (véase House of Cards), pero ante todo debe representar de manera creíble el papel de buen cristiano, devoto hijo, buen padre de familia, esposo fidelísimo y sobre todo creyente temeroso de Dios. In God We Trust.
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